De nuevo le invadió aquella sensación de vacío que últimamente parecía no abandonar su corazón, sintió, como tantas veces un pinchazo que atenazaba la boca de su estómago y que impedía latir a su lastimado corazón.

Cerró fuertemente los ojos durante unos segundos esperando que esa sensación desapareciera, volara lejos de su cuerpo y buscara otra persona a la que atormentar.

Pero aquella sensación no desapareció, si no al contrario, se agravó más cuando las manos de él se posaron en sus hombros con la incertidumbre provocada por una pregunta:

• ¿Estás bien?

Su voz era grave, profunda, inmensa, siempre invitando a una respuesta, sin exigencias, pero con un conato de orden que subyacía en el tono casi hipnótico con el que arrastraba cada sílaba.

• Sí, claro.

Tembló, su voz ya no se quebraba como antes, había aprendido a controlarse poco a poco.

Aquella pregunta tenía demasiadas respuestas, era demasiado polivalente, no obstante ninguna otra respuesta que no fuera “si” estaba fuera de lugar, era lo que ella tenía que contestar, y así lo hacía, tal y como él quería que hiciese.

Haciendo caso omiso del leve temblor de la respuesta, él posó sus labios sobre el cuello de ella, dejando un tierno, pero a la vez salvaje mordisco, que dejó huella en la joven piel de ella.

Siempre era igual, le encantaba dejar la marca de que “él había estado allí” o, como Ana siempre pensaba. La marca de su propiedad, de que él y solamente él era dueño de su cuerpo, solo él podía tocarlo, besarle, darle placer o incluso dolor.

A ella le habría encantado que él le repartiera por igual placer y dolor, que las tardes con él fueran dulces y amargas, que todo lo malo que ocurría entre las cuatro paredes de su habitación, en la que a menudo se encerraban pudiera olvidarse con tan solo pensar que había ocurrido algo hermoso y dulce.

Pero no era así, nunca había sido así, y por mucho que se empeñara Ana en cambiarlo jamás podría ser de diferente manera.