Voces (Antología Libertad) – Relato

PirraSmith - relato voces para la antologia libertad

Este relato al que titulé «Voces» lo presenté para participar en la «Antología Libertad» y no resultó seleccionado. A pesar de eso me ha apetecido compartirlo aquí en el blog para que vea la luz. Este fue uno de los rechazos del año pasado. Y no me extraña porque aunque pienso que está «bien» no tiene ningún detalle diferenciador o que llame la atención.

Creo que hay muchas personas que presentan sus creaciones a concursos y por eso precisamente ya no basta con que algo esté bien, hay que ir a por algo «mejor«.

Aviso sobre el relato

Aviso de contenido (Trigger Warning). Haz clic en la flechita para leerlo.
El relato que vas a leer a continuación está enmarcado en la experiencia de una persona con un trastorno de la alimentación que es un trastorno de salud mental que puede llegar a ser muy grave.

Si como persona te ves reflejada en esta experiencia te recomiendo que busques ayuda profesional. Se trata de un trastorno que puede costarte la vida.

Por supuesto, aunque ponga voz a los pensamientos de la protagonista y describa sus acciones no quiero decir con ello que sea la forma correcta de pensar o actuar. Simplemente quería reflejar la realidad de una persona con esta enfermedad.

Si tienes o has tenido problemas con la comida quizás no sea lo más adecuado que leas este relato, valora cómo te sientes y en qué situación emocional te encuentras antes de hacerlo.

Voces

Una comida familiar, ese era mi plan.

«Una maldita comida tenía que ser» escuché en mi cabeza.

Pues sí, vaya casualidad. Esta semana había conseguido ayunar más de lo esperado y había bajado 500 gramos. Empezaba a estancarse mi bajada de peso, aunque ya había llegado a un número saludable.

«Saludable no es delgada» dijo otra voz.

Me levanté del suelo donde había estado haciendo abdominales y me dirigí al baño para volver a pesarme y ver si había adelgazado algo en la mañana. La báscula marcó el mismo peso. Ni tan mal.

«Se empieza por ahí y acabas volviendo al peso de antes» siseó un miedo atroz que estaba muy agazapado dentro de mí.

Metí tripa y volví a subirme a la báscula. El mismo peso. Claro que no iba a cambiar por meter tripa, pesaba lo que pesaba y solo podía hacer lo que ya estaba haciendo: cerrar la boca y hacer ejercicio.

Decidí entonces que haría otra tanda de abdominales antes de la comida familiar.

«Buena decisión» dijo una voz dulce y aterciopelada, la que me hacía sentir mejor.

Me veía venir sus palabras, sus críticas y consejos. Que harta me tenían. De toda la vida se llevaban fijando en mi forma de comer y criticándola. Porque comía de más o de menos. Que si era un poco tiquismiquis con según qué cosas. Porque no me gustaba una gran variedad de alimentos, incluidas las bebidas carbonatadas o los dulces típicos, lo cual les parecía una especie de ofensa personal.

Nada más terminar la tanda de abdominales, cuando me acababa de sentar en la cama para descansar antes de una tercera, apareció mi madre por la puerta:

—Silvia, ve vistiéndote que vamos a salir en nada para casa de la tía.

—Sí mamá —contesté nada convencida.

Escuché como le decía lo mismo a mi hermana pequeña. Sara me estaba pillando en altura, a pesar de tener tres años menos que yo, y pesaba menos. Era más delgada.

Me puse un par de cosas holgadas para que nadie me volviera a preguntar si había adelgazado. ¡Claro que lo había hecho! Y la idea era que se notara pero por algún motivo me fastidiaba que me lo hicieran ver, como si me dijeran que antes estaba gorda aunque nadie me hubiera avisado.

El plato fuerte era cordero y casi me levanté de la mesa cuando vi que traían la cabeza entera en una bandeja. La carne no era mi comida favorita pero al menos podían haber cortado las cosas antes y que no se viera claramente que nos íbamos a comer un bebé.

A veces me salía una vena vegetariana que no sabía si provenía de las voces o desde mi propia moral que me decía que aquello no era lo correcto. No la cuestioné y me serví más ensalada que cordero.

Me miraron un poco de lado, pero nadie se molestó en indicarme que comiera más. Ya debían estar hartos después de tantos años. Decirme que comiera era como el deporte nacional en mi familia. Siempre había que decírselo unos a otros, pero si me lo decías a mí era tanto doble. Además si podías llevar anotado mentalmente lo que había picoteado y podías enumerarlo en voz alta ganabas más puntos.

Suspiré antes de meterme la carne en la boca y empecé a contar las masticaciones, había que hacer 50 por cada bocado para que pasara más tiempo y así engañar al estómago comiendo menos. Eso era algo que había aprendido en internet en uno de esos foros donde unos se ayudaban a otros a adelgazar.

La ensalada estaba mejor, aunque llevaba aceite y eso me disgustaba profundamente. Yo sólo tomaba las ensaladas con sal y vinagre, por echarles algo y que mi madre no me diera la murga con el tema.

«Cómete solo la ensalada, usa las hojas para tapar la carne» me chivó la voz interior.

Sonreí, era una magnífica idea, así parecería que me había comido la carne y nadie se metería conmigo. Cuando llegó el momento me levanté para ayudar a recoger los platos, entre ellos el mío. Solo tenía que tirarlo todo a la basura y mi estratagema habría valido la pena.

Mi prima me dio entonces una caja de bombones para que la levara a la mesa como postre. Mi estómago rugió. Llevaba restringiendo un buen tiempo y no me había dado ni un solo capricho en todas esas semanas.

«Prueba solo uno» dijo una voz susurrante.

«Ni se te ocurra» contestó otra más alto.

—¿Quieres un bombón? —me ofreció mi prima.

Sin apenas llegar a pensarlo cogí uno de los que me ofrecía, de chocolate negro que tendría menos azúcar y engordaría menos.

«No te engañes, es una bomba de calorías» insistió la voz.

Me comería solamente uno y nada más, sería el premio por los 10 kilos que llevaba bajados. Esos de los que pensé que no me iba a deshacer nunca pero que haciendo caso a las voces había conseguido quitarme de encima. Eran bastante molestas y me tenían en jaque la mayor parte del día con sus intromisiones pero me habían ayudado a llegar hasta ahí.

Mi prima cogió un segundo bombón para ella y me dejó otro de chocolate negro delante. Yo aún estaba saboreando el primero. Estaba tan bueno. Sentía derretirse el interior del bombón en mi boca y el contraste con la parte de fuera, más dura. El chocolate negro estaba delicioso. Aquella marca de bombones sabía lo que se hacía.

Me estaba dando un poco de ansia y quería un segundo bombón.

«Ni se te ocurra coger otro» gritaron las voces a coro.

Pero no las hice caso. Alargué la mano para cogerlo y cuando me lo acababa de llevar a la boca mi tía dijo:

—¿El cordero no pero el chocolate sí eh? —en voz alta, haciendo que reinara un silencio espeso en la mesa, mirándome directamente.

Y entonces se me cerró el estomago y la garganta de un plumazo. Ya ni siquiera podía masticar el bombón que tenía en la boca.

«Todo el mundo sabe que eres una gorda».

Tras unos segundos la mesa apartó su atención de mí y pude deshacerme de lo que quedaba de bombón en una servilleta. Pero ya me había comido otro que estaba en mi estómago.

Lo sentí como si me hubiera comido una piedra, pesando una barbaridad dentro de mí. Como si se hubiera fundido en plomo y tirase hacia abajo para ser completamente digerido y convertido en calorías que se repartirían entre mi barriga y mis muslos.

«Vomítalos» escuché de fondo.

No podía vomitar en una comida familiar, se daría cuenta todo el mundo. Me descubrirían. Haría una dieta más restrictiva la siguiente semana, más ejercicio y me controlaría más la próxima vez.

«No tienes fuerza de voluntad, la próxima vez caerás de nuevo» sonó medio decepcionada, como si ya supiera lo que iba a pasar realmente de antemano.

Sí lo haría. Podía ser fuerte. Había estado bajando de peso las otras semanas, podía darme un pequeño capricho de premio.

«No te mereces premios, eres una gorda, vomítalo todo».

Me estaba empezando a acalorar aquella discusión con las voces. Sentía que tenían razón y a la vez no quería darles importancia. La que tenía las riendas era yo. Yo decidía cómo y cuándo adelgazar.

«Eres inútil» sentí el desprecio recorrer como un escalofrío mis huesos calando tan hondo que me dejó por unos segundos sin respiración alguna.

Miré alrededor de la mesa. Nadie se estaba dando cuenta de aquella discusión interna. Nadie me hablaba ni me miraba, como si yo fuera un mueble más en esa estancia.

Me estaba agobiando. Tenía la respiración desacompasada, el corazón me iba rápido, el sabor dulce del último bombón en la boca se estaba volviendo amargo. No quería sentirlo en mi boca, tenía que enjuagarme ya.

Me levanté de la mesa sin que nadie se diera cuenta. O tal vez se dieron cuenta pero me ignoraron. Siempre había sido algo invisible en la familia. La que está callada, no molesta, se porta bien, lee libros mientras los adultos hablan. La hermana mayor perfecta, salvo en una cosa.

Cerré la puerta del baño y apoyé mi espalda contra ella exhausta. ¿De verdad lo iba a hacer? ¿Iba a escuchar a esas voces? Estaba en mí la capacidad de decisión. Podía deshacerme de ellas, hacerlas a un lado e ignorarlas.

Me despegué de la puerta y capté un movimiento a mi izquierda. Me giré para ver que era y me topé conmigo misma reflejada en el espejo. Parecía cansada y triste, pero no me veía delgada. Tenía mis mofletes bien puestos.

«Siempre serás una gorda» dijo una voz. «Vomita para librarte de todas esas calorías» dijo la otra. «Te sentirás mejor después» insistió con un tono más dulce.

Empecé a notar como ardía mi garganta sin siquiera abrir la boca. Era el preludio de lo que estaba por suceder. Me puse de rodillas al lado del WC y empecé el ritual.

Al final no era libre. Estaba atrapada entre las voces de mi interior y mi falta de voluntad. Quería ser fuerte, deshacerme de ellas, callarlas para siempre.

Pero no podía, era su esclava y nadie me entendería nunca.