Todo estaba desierto. Era igual que cualquier otra madrugada de las de antes de la purga, pero sin electricidad en las farolas ni los semáforos y sin coches por las calles.
Me recosté sobre la butaca que había llevado hasta la terraza del ático. Mirando las nubes, pensé en lo que se iba a mojar si al final del día llovía. Y entonces, con una sonrisa, recordé que en realidad me daba igual. No era mi butaca, ni mi terraza, ni mi ático. Podía irme mañana a disfrutar de otro lugar distinto. No tenía hogar y tenía a mi disposición cualquier casa de mi territorio.
Respiré hondo y me puse a pensar en los últimos días antes del brote. Yo no había sido siempre una sin techo, no. Me pudo la mala suerte. Después de que me desahuciaron todo fue a peor. En el trabajo lo notaron. No podía ducharme con asiduidad y tenía toda mi ropa en una maleta así que iba toda arrugada cada día. Me despidieron poco tiempo después. Aunque era un trabajo de mala muerte me permitía tener un sueldo cada mes y un lugar al que ir.
Al principio funcioné tirando de los “ahorros” y las limosnas que iba consiguiendo. Hasta que los ahorros se fueron, el paro se acabó y las limosnas cada vez eran menores. Mis pintas y mi olor dejaban cada vez más que desear y en servicios sociales no me daban solución. Me deprimí, pero no me podía costear la medicación. Sin trabajo ni hogar fui cayendo en la espiral de la gente sin hogar.
Pero me dio tiempo a aprender muchas cosas… A defender lo mío, mi sitio y mis pocas posesiones de las demás personas de la calle, a no estar del todo dormida manteniendo un ojo alerta de quien me pudiera hacer daño, a aceptar cualquier ayuda de cualquier persona, ya fuera una manta raída, un trozo de pan o algo de dinero.
Y ahora, tras el brote, vivía mejor de lo que quería.
La enfermedad había acabado con un buen porcentaje de la población, a saber cuánto, no había medios ya para saber esas cosas. Yo calculaba, por la gente que me cruzaba y la situación en la que nos encontrábamos que debíamos haber sobrevivido uno de cada diez. Y ahora las cosas se ponían jodidas para los supervivientes, sin un gobierno, un banco, un hospital, teléfono móvil o internet la gente no sabía vivir. Yo había aprendido todo eso viviendo en la calle.
Ahora tenía casa, la de alguien que la había abandonado. Un lugar seco y caliente donde dormir, sobre todo seguro para pasar la noche sin sustos. Mi territorio era pequeño, pero sobraba para una sola persona.
Los rumanos, los gitanos y los sudamericanos se habían hecho sus propios fuertes en diferentes territorios cercanos al mío. Ellos eran más, se habían convertido en familias. Pero aprendieron a no meterse conmigo. Solo tenía una parcela para mí, un conjunto de bloques con sus bajos comerciales. Y me sobraba.
Escuché ruidos a lo lejos. Me levanté de la butaca para ver un coche que cada vez iba más lento, hacía mucho que no veía uno de esos con supervivientes que se metiera en nuestra zona.
Sonreí ampliamente y me dirigí a la puerta caminando al encuentro de aquellos forasteros. Quería llegar antes que cualquier otro grupo, esos eran míos.
El grupo lo conformaban un hombre, una mujer, una señora mayor y un niño de unos seis años. Puede que fueran una familia… muy raro, teniendo en cuenta que el brote se había llevado clanes enteros y deshecho tantos otros. Yo no sabía si la mía había sobrevivido, y me daba igual después de cómo me habían tratado cuando todo ocurrió.
—¡Eh! —grité con las manos en alto para que vieran que no iba armada— ¿Qué tal?
El grupo me miró con desconfianza, lo normal, el hombre dirigió hacia mí un palo como si se tratara de un arma.
—¡Voy desarmada! —grité de nuevo enseñando mis manos y dando una vuelta sobre mí para que vieran que era cierto.
Tardé un rato en que me dejaran acercarme, pero para cuando lo hice ya habían bajado la guardia y decidido que era inofensiva. El típico error que todos cometían al juzgarme por mi físico.
Entablamos una conversación corta al lado del coche que había dejado de funcionar con la última gota de gasolina que les quedaba. Le habían dicho que en esta zona se podía sobrevivir tranquilamente, que había espacio para todos.
Y lo había, solo que todos y cada uno de los espacios que se podían ver pertenecía al territorio de una u otra banda. Les dije que podían quedarse en el mío, elegir una casa y vivir allí por un tiempo. Que si querían comer tendrían que ayudarme con las tareas. Accedieron.
Fueron unas buenas semanas. Con ayuda de Hombre podía ir más tranquila a por comida, Abuela y Mujer se dedicaban a mejorar la casa que habían decidido hacer su hogar y luego fueron visitando otras que les iba abriendo para recolectar cosas necesarias y llevarlas al búnker. Un bajo que antes había sido un banco me servía como nevera natural y lugar de protección cuando todo se volvía caos por las revueltas entre grupos.
No era idiota, cuando venían muchos a por mí tenía que dejar que se mataran entre ellos o que cayeran en mis trampas. Todos los bloques tenían trampas que había creado con el tiempo, poco a poco. Por eso Abuela, Mujer y Niño no solían salir del espacio que les había acondicionado.
Cuando teníamos todo organizado en rutinas Hombre cayó presa de una trampa en el exterior. Murió rápidamente por suerte. La cabeza voló por un lado y el cuerpo por otro. Lo llevé hasta el banco para dejarlo junto a las latas de conserva caducadas, al lado del extintor. Por si acaso.
Intenté que Mujer viniera conmigo a por comida, incluirla en las salidas. Pero tenía demasiado miedo, algo debía haberle sucedido desde el brote porque no estaba del todo bien, podía decirlo desde mi podrida mente. Pero yo no estaba ahí para curarla.
Abuela enfermó poco después. Le dimos un final rápido para que no sufriera, mientras dormía. Cada vez recordaba menos cosas sobre el brote y la situación en la que nos encontrábamos lo cual la hacía peligrosa.
Mujer y Niño eran fáciles de llevar. Comían poco. Hacían sus tareas. Perfecto para mí.
Niño era divertido, en cuanto le pillaba sin Mujer de por medio hablaba sin parar. Para él el brote era su realidad. Me caía bien. No me hablaba de los antiguos tiempos. Sólo tenía todo un futuro por delante en el que sabía que todo iba a seguir como hasta ahora. Podía hacerle un hueco en mi vida. Sin sentimentalismos.
No obstante la desaparición de Madre le pilló desprevenido. Estaba muy apegado a ella. Cayó en una de las trampas que tenía preparadas para posibles invasores. Al parecer había intentado llegar al banco, pero no lo había conseguido.
Fue una pérdida para nuestro bienestar, pero podíamos aprender a vivir sin ella. Empecé a llevar a niño a las salidas. Seguía órdenes muy bien. Le habían acostumbrado a ello desde bien pequeño, sabía que tenía que hacer lo que le dijeran para sobrevivir.
Aquella noche nos tomamos un festín de carne, como las veces anteriores. Niño disfrutó comiendo sin saber de dónde había salido, yo lo hice siendo plenamente consciente de ello.
No por nada me temían en los otros territorios y me llamaban «la caníbal».
Relato 9 “Compartiendo mi hogar”
#OrigiReto2019 de Stiby & Katty
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