Sentada en el parque esperaba al tiempo pasar, esperaba los minutos que veía correr delante de ella y desaparecer sin despedirse en algo vacío llamado infinito.
Oía cantar a los pájaros, oía pasar a los coches, oía gritar a las madres y reír a los niños.
Pero también oía silencio.
Sentada en el césped húmedo y frío soñaba que esta temprana primavera se había convertido ya en verano y el sol que tan poco la calentaba se hacía más intenso, incluso cegador.
En esos días la naturaleza nos deleitaba con pequeñas primaveras cada semana intercaladas entre días de lluvia y viento que hacía el frío aún más frío.
Los niños del parque, sentados en la tierra jugaban con sus cubos y palas a montar castillos imposibles que, se supone, algún día llegarían al cielo. Pero los castillos se derrumbaban, llenándolos por completo de tierra. Aquello era divertido.
Las madres a cada rato tenían que sacudirles el polvo de la ropa y sacarles la tierra de los zapatos.
Había más personas en aquél lugar a parte de ella, que lo observaba todo desde una perspectiva medio muda.
Ellos estaban allí, como una estatua o columpio, como si formaran parte del mismo parque.
Siempre estaban allí.
Aquellos niños que ni iban a clase ni dejaban de ir.
Niños que de repente habían crecido y miraban con superioridad a todo el mundo, porque eran mejores y porque lo sabían todo.
Fumaban, pero eran pequeños, sabían comprar tabaco o simplemente conseguirlo por otros métodos a sus 9 o 10 años, no tenían inocencia en sus ojos pero sabían velarlos de tal forma que pareciera que la tenían.
Sabían las ventajas que tenía ser adulto en el mundo de los niños, y las explotaban.
Los otros niños les admiraban porque “eran mayores” porque sabían cosas de la vida y el mundo que ellos aún desconocían.
Hablaban de fumarse pitis, beber cerveza, cuando a ellos aún les prohibían beber coca-cola con cafeína.
Tal vez no estaban a la última en series de dibujos animados pero tenían la última consola o el último juego de moda.
Sentados en un banco, hablando de lo adultos que eran miraban a esos pobres niños que aún se revolcaban en la tierra y se reían con desprecio.
Y… tal vez en el fondo se sentaban a ver esa infancia que se les había robado al pedirles ser niños y madurar a la vez, al negarles poder ensuciarse en el parque y al negarles sus sueños en castillos imposibles de construir.
Quizás ese niño jugando con su abuela a columpiarse era el último signo de niñez verdadera que quedaba en aquel parque, o tal vez no.